domingo, 4 de agosto de 2013

Quería ser una directora

Quería ser una directora a la manera de una ciudadana, presente en la historia de José C. Paz, comprometida en la formación de la identidad de nuestros alumnos y colegas. Hacedora, junto con comunidad, de la construcción de un mundo cultural donde no importara ni el barro o el polvo cotidiano, sino que pudiéramos salir del libreto pedagógico produciendo una lente nueva para mirar mejor las relaciones sociales, la cultura del adentro y la cultura del afuera, para así estar a la altura de las esperanzas de las familias que mandaban sus hijos a nuestra escuela para pudieran insertarse e incorporarse en el entramado cultural al que pertenecíamos así lo planificáramos a través de nuestros proyectos de vida, ya que habíamos pretendido una educación democrática donde cada uno había sido formado para gobernar y ser gobernado, para mandar y para obedecer. En definitiva, para ser actores y no simples huéspedes.
Y en esta tarea de aprender a leer el contexto escolar aparecía una sensación de vulnerabilidad, esa que producen las situaciones inapresables por el saber pedagógico, los chicos detonando sin razones aparentes, soportando situaciones de violencia, empujados a los bordes, carne de las adicciones. Toda esta intemperie enfrentada a la exigencia académica, a la disciplina necesaria para poder aprender, al seguimiento personal. Se hacía urgente la necesidad de operar un quiebre, un nuevo suelo institucional. Inventar una práctica no legible para la gramática institucional que la propia escuela antes había producido con éxito. Habían cambiado las coordenadas históricas y sociales.
Aparece así el proyecto de Tutoría. Tuvo la potencia política de una práctica: reconoció la fuerza productora del valor social, experimentó una variación en los modos de estar en la institución. Se desarrollaron nuevas capacidades de relacionar y conectar a los alumnos con sus pares y docentes. Se lograron efectos subjetivos que desencadenó un verdadero movimiento de pensamiento.
La subjetividad docente estaba más cerca del cartógrafo que la de un funcionario del estado. Su trabajo era cómo expresar las intensidades que encontraba en ese nicho escolar y estar más atento a la construcción de terrenos existenciales que atado a un programa curricular prescriptivo.
Fue un modo de sostener la precariedad de padres, maestros y chicos, no solo por la escasez de recursos materiales, no solo económico por el desempleo de los padres o hermanos, sino porque se percibía la fragilidad de la viada, en los cuerpos, las relaciones y en los afectos. La precariedad acentuaba esta sensación de miedo, de amenaza, de intemperie, donde ningún lugar es tu casa.
El primer tutor hacía sociología despojado, sin referencias previas de autoridad, para atrapar la singularidad de lo que vivía con cada curso, con cada persona de la escuela. Sensible al ambiente que encontraba, era su único criterio de partida. Era el profesor “copado” según sus alumnos.
Su compañera de equipo, luchadora contra todas las desigualdades y capaz de “hacer” equipo, sabía captar la vulnerabilidad de cada chico, empatizaba. Y  esa fragilidad conectada con la propia la hacía más fuerte.
El último en integrarse, un docente a pura necesidad del otro, trabajado en una escuela nocturna del bajo Flores, con distintos formatos de recursos y lenguajes, se integró a esta constelación como si hubiera pertenecido desde siempre.
El objetivo de trabajo fue el despliegue de la vida en sus afectos, cuidados y relaciones. El núcleo problemático de esta práctica fue la tarea de cuidar, no como un tutelaje que somete a los “asistidos”, sino desde el “cuidarnos”, formando una red desde el lenguaje de la reciprocidad y no del “cuidarnos de”. Intentábamos practicar un ensayo de ecología social, en esa caja negra que es cada salón encerrando la vida precaria de nuestros chicos. Se conformaba así una plataforma de resistencia y reproducción. Los cartógrafos diseñaban otro mapa en donde transcurría la diversidad y complejidad del comportamiento cotidiano del Instituto Giovanni Páscoli de José C. Paz. Este futuro posible se veía amenazado: los tutores podían convertirse en un pequeño grupo; podían ser absorbidos por la línea de gestión de los profesores reductores e inflexibles atados a un programa, a una planificación que repetían año a año, al sistema; la política económica institucional podía hacer abortar el proyecto por falta de recursos económicos; el agotamiento de su creatividad incansable para trabajar el quiebre podía desanimarlos; el horizonte achicado por la acentuación de las tramas de desigualdades y por el contexto social erosionado y permeado por la cultura de los bordes podía hacerlos sentir impotentes; y no lograr una articulación con los directivos, una palabra que generara una respuesta, un diálogo que sea puro dinamismo, podía provocar una falta de apoyo institucional necesario para el sostenimiento pedagógico del proyecto…

Pero mientras tanto, la escuela amplió sus contornos de actuación, potenció nuestros territorios existenciales y extendió nuestros márgenes. La educación no ofrece garantías previas, pero se transforma en la única oportunidad para tener cabida en una vida más digna y más humana.

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