Quería ser una directora a la manera de una ciudadana,
presente en la historia de José C. Paz, comprometida en la formación de la
identidad de nuestros alumnos y colegas. Hacedora, junto con comunidad, de la
construcción de un mundo cultural donde no importara ni el barro o el polvo
cotidiano, sino que pudiéramos salir del libreto pedagógico produciendo una
lente nueva para mirar mejor las relaciones sociales, la cultura del adentro y
la cultura del afuera, para así estar a la altura de las esperanzas de las
familias que mandaban sus hijos a nuestra escuela para pudieran insertarse e
incorporarse en el entramado cultural al que pertenecíamos así lo planificáramos
a través de nuestros proyectos de vida, ya que habíamos pretendido una educación
democrática donde cada uno había sido formado para gobernar y ser gobernado,
para mandar y para obedecer. En definitiva, para ser actores y no simples huéspedes.
Y en esta tarea de aprender a leer el contexto escolar aparecía
una sensación de vulnerabilidad, esa que producen las situaciones inapresables
por el saber pedagógico, los chicos detonando sin razones aparentes, soportando
situaciones de violencia, empujados a los bordes, carne de las adicciones. Toda
esta intemperie enfrentada a la exigencia académica, a la disciplina necesaria
para poder aprender, al seguimiento personal. Se hacía urgente la necesidad de
operar un quiebre, un nuevo suelo institucional. Inventar una práctica no
legible para la gramática institucional que la propia escuela antes había
producido con éxito. Habían cambiado las coordenadas históricas y sociales.
Aparece así el proyecto de Tutoría. Tuvo la potencia política
de una práctica: reconoció la fuerza productora del valor social, experimentó
una variación en los modos de estar en la institución. Se desarrollaron nuevas
capacidades de relacionar y conectar a los alumnos con sus pares y docentes. Se
lograron efectos subjetivos que desencadenó un verdadero movimiento de
pensamiento.
La subjetividad docente estaba más cerca del cartógrafo que
la de un funcionario del estado. Su trabajo era cómo expresar las intensidades
que encontraba en ese nicho escolar y estar más atento a la construcción de
terrenos existenciales que atado a un programa curricular prescriptivo.
Fue un modo de sostener la precariedad de padres, maestros y
chicos, no solo por la escasez de recursos materiales, no solo económico por el
desempleo de los padres o hermanos, sino porque se percibía la fragilidad de la
viada, en los cuerpos, las relaciones y en los afectos. La precariedad
acentuaba esta sensación de miedo, de amenaza, de intemperie, donde ningún
lugar es tu casa.
El primer tutor hacía sociología despojado, sin referencias
previas de autoridad, para atrapar la singularidad de lo que vivía con cada
curso, con cada persona de la escuela. Sensible al ambiente que encontraba, era
su único criterio de partida. Era el profesor “copado” según sus alumnos.
Su compañera de equipo, luchadora contra todas las
desigualdades y capaz de “hacer” equipo, sabía captar la vulnerabilidad de cada
chico, empatizaba. Y esa fragilidad
conectada con la propia la hacía más fuerte.
El último en integrarse, un docente a pura necesidad del
otro, trabajado en una escuela nocturna del bajo Flores, con distintos formatos
de recursos y lenguajes, se integró a esta constelación como si hubiera
pertenecido desde siempre.
El objetivo de trabajo fue el despliegue de la vida en sus
afectos, cuidados y relaciones. El núcleo problemático de esta práctica fue la
tarea de cuidar, no como un tutelaje que somete a los “asistidos”, sino desde
el “cuidarnos”, formando una red desde el lenguaje de la reciprocidad y no del “cuidarnos
de”. Intentábamos practicar un ensayo de ecología social, en esa caja negra que
es cada salón encerrando la vida precaria de nuestros chicos. Se conformaba así
una plataforma de resistencia y reproducción. Los cartógrafos diseñaban otro
mapa en donde transcurría la diversidad y complejidad del comportamiento cotidiano
del Instituto Giovanni Páscoli de José C. Paz. Este futuro posible se veía
amenazado: los tutores podían convertirse en un pequeño grupo; podían ser
absorbidos por la línea de gestión de los profesores reductores e inflexibles
atados a un programa, a una planificación que repetían año a año, al sistema;
la política económica institucional podía hacer abortar el proyecto por falta
de recursos económicos; el agotamiento de su creatividad incansable para
trabajar el quiebre podía desanimarlos; el horizonte achicado por la acentuación
de las tramas de desigualdades y por el contexto social erosionado y permeado
por la cultura de los bordes podía hacerlos sentir impotentes; y no lograr una
articulación con los directivos, una palabra que generara una respuesta, un diálogo
que sea puro dinamismo, podía provocar una falta de apoyo institucional
necesario para el sostenimiento pedagógico del proyecto…
Pero mientras tanto, la escuela amplió sus contornos de
actuación, potenció nuestros territorios existenciales y extendió nuestros márgenes.
La educación no ofrece garantías previas, pero se transforma en la única
oportunidad para tener cabida en una vida más digna y más humana.
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