jueves, 17 de enero de 2013

Resistencia

Mis padres se volvían para Buenos Aires con mis hermanos más chicos y yo me quedaba en Pinedo hasta el comienzo de las clases. Comenzaba así un periplo por las casas de mis tías del pueblo, repartía los días para no ser descortés con ninguna; empezaba un tiempo de dulces de duraznos, salidas cuando bajaba el sol y noches limpias donde no había que dar explicaciones a nadie. Era una fiesta hablar con los ojos, con la boca, con el corazón, desnudas sin heridas todavía... ellas me parecían un jarrón de flores nuevas y frescas. Después me tomaba el tren hasta Resistencia. Allí me esperaban mis abuelos paternos y las hermanas de mi papá y mi amiga de siempre que vivía al lado. Ella tenía unos ojos verdes sombreados por espesas y negras cejas y pestañas como no he vuelto a ver en mi vida, más grande con novio y todo, me abría un mundo, para mí ancho y lejano... Salíamos por las tardes a pasear por el centro, la inmensa plaza de floridos lapachos, la catedral con la cruz infinita y la bendita leyenda Salva tu alma (como si alguien pudiera salvarse solo), las vidrieras de ropa, vestidos botones, moños, delantales... No existía el espanto ni la desgracia. Éramos dos chiquillas que brillábamos como centellas, nos sentíamos felices y crédulas. Regresábamos  para cenar, nuevas y sin arañones. Mis abuelos me esperan sentados en sus sillones de lona, en la vereda, sin asombro.

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