domingo, 10 de febrero de 2013

La buena mesa

Resistencia era mi primer destino soñado después que los abuelos paternos se mudaron allí. Papá como un retoño vivo conversaba con el árbol viejo, mamá cerraba filas uniéndose a sus cuñadas en las tareas de la postergada casa y en las de la aguja también porque le daba mucha alegría coser, según sus dichos. Mis hermanos iluminaban los patios de atrás y las galerías recién baldeadas con sus juegos nuevos. Como niños vivían ensus propios jardines.Yo hablaba infatigable con mi amiga de al lado, nos era difícil ponernos al día...
Cuando mis padres se volvían para Buenos Aires con mis hermanos, mi abuela me cosía un vestido, fresco, casi alado, que me esperaba para ser estrenado a la vuelta de mi viaje al campo. Estaba allí unas dos semanas donde comía regiamente desde la infaltable tortilla de los increíbles días de lluvia  hasta las interminables sandias frescas y más que jugosas de la hora implacable de la siesta chaqueña. La delicia de sacar de la planta los sabrosos tomates, orgullosos choclos con sus suaves babas y las inefables papas hacían que a mi vuelta,  el esperado vestido o primorosa blusa cuando las quería estrenar ya no me entraban, parecía un chorizo mal atado.



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